
Coordinador: Iván Molina Rincón – [email protected]
1916. En un hospital de campaña, una exhausta enfermera escucha impotente los estertores de otro joven moribundo. En sus manos, cada vendaje que es un acto de fe. En otro lugar, en la trinchera, la luna revela el temblor contenido de un hombre que sueña con el abrazo de su madre. Es la Gran Guerra desde dentro, la intrahistoria: esa corriente subterránea que late bajo la gran Historia, donde la belleza y el dolor se funden en el grito roto de los hombres.
En el Grupo de historia nos proponemos descubrir, a través de cartas, de memorias y de fragmentos, que la verdadera épica no está en los despliegues de ejércitos y los movimientos estratégicos, sino en el pulso trémulo de quien se niega a dejar de ser humano. Jóvenes, asomad vuestros oídos al susurro de aquellos que vivieron la catástrofe: encontraréis en cada relato un canto de coraje, una lección de humanidad y, sobre todo, la certeza de que la historia la escriben también los corazones valientes.

Coordinador: Iván Molina Rincón
Componentes: Mathías Rivera Pacahuala, Pablo David Pupiales Collalguazo, Daniel Sánchez Moreno, Santiago Prados Meseguer, Álvaro Biechy Sousa, Ignacio Terrero, Gonzalo Piñeiro y Guillermo Pery Gutiérrez.
Tras presentarnos, comenzaremos exponiendo nuestras conclusiones y finalizaremos leyendo un poema de Wilfred Owen.
La Gran Guerra produjo más de veinte millones de muertos por acción directa, un hecho sin precedentes en la historia de un continente que llevaba casi un siglo de relativa paz. Nadie era consciente de lo que sucedería. A través de cartas y testimonios de soldados hemos seguido la evolución del conflicto desde 1914 hasta 1918, yendo de una euforia inicial a un desánimo total. Asimismo, nos hemos asomado al oficio del historiador al tratar con las fuentes primarias de manera directa.
En 1914 millares de jóvenes como nosotros se alistaron voluntariamente, rompiendo todas las previsiones. El sentimiento patriótico se desbordaba por las calles, toda la población lo celebraba con alegría, muchos ansiaban la guerra con ímpetu, pues la veían como escuela de vida, como salto a la madurez. Todos, oficiales, soldados, mujeres, niños, esperaban que fuera breve y honorable, en gran medida por dos motivos: la ausencia de un conflicto bélico reciente y la fuerte propaganda de masas. Como ejemplo, leeré el testimonio de un joven estudiante francés:
Todo el mundo gritaba y quería ir al frente. Los coches y los vagones de tren cargados de soldados estaban llenos de banderas tricolor y de inscripciones: “À Berlin, à Berlin”. Queríamos ir a Berlín de inmediato, con bayonetas y lanzas, corriendo detrás de los alemanes. La guerra, pensábamos, duraría dos meses, quizá tres.
A partir de 1915, la guerra cambia de cara. Se alcanza la guerra de trincheras, donde la finalidad es causar el mayor número de bajas recibiendo el menor daño posible. Para ello, se acelera la carrera armamentística. Surgen los primeros acorazados, predecesores de los carros blindados de la Segunda Guerra Mundial. Aparecen las ametralladoras, los cañones de gran alcance (como el Big Bertha) y los morteros. A nivel defensivo, se construyen las trincheras y las alambradas. También aparecen vehículos que permiten el combate en medios no terrestres, como el submarino en el océano y los dirigibles y aeroplanos en el cielo.
Asimismo, nace la guerra biológica con el uso de gases, como el mostaza o el fosgeno, que causaban numerosísimas bajas. Tantas, que tras la Primera Guerra Mundial fueron prohibidas por la Convención de Ginebra, hoy vigente. También hizo aparición la guerra psicológica con la propaganda enemiga, que trataba de desmoralizar a los soldados.

Como conclusión, los avances en la ingeniería bélica y la nueva concepción de la guerra supusieron un golpe de realidad difícil de digerir. El honor y la llamada “lucha de caballeros” desaparecieron, sustituyéndose por el horror, la desesperación y la apatía.
La guerra, la guerra no cambia nunca, solo el hombre puede, por los caminos que recorre.
Siempre habrá motivos y banderas que ondear, siempre habrá pretextos y casus belli que las comenzarán y siempre será mortal, en mayor o menor medida, pero al fin del día solo se trata de eso, gente matándose entre sí, eso es lo que la guerra siempre ha sido y siempre será.
Pero los hombres podemos decidir, podemos cambiar, ya sea por miedo, venganza, arrepentimiento, amor… Lo que creáis que pueda cambiar la naturaleza de un hombre, puede hacerlo.
Como viejos mendigos ocultos bajo sacos,
tropezando, tosiendo como ancianos,
cruzamos por el lodo
hasta que al fin volvimos la espalda a las bengalas
y, agotados, marchamos hacia un lugar remoto.
Caminamos sonámbulos. Algunos, sin sus botas,
seguían adelante empapados en sangre,
ciegos y cojos, sordos incluso a los zumbidos
de los obuses que caían tras nosotros.
—¡Gas! ¡Gas! ¡Rápido todos! —.
Tanteando torpemente
nos pusimos las máscaras a tiempo.
Pero hubo uno que gritaba todavía
y se agitaba como un hombre en llamas.
A través del visor y de la niebla verde,
como hundido en el mar, vi que se ahogaba.
Aún veo en mis sueños, impotente,
cómo me pide auxilio, presa de su agonía.
Si tú también pudieras, en tus sueños,
caminar tras el carro adonde lo arrojamos
y ver cómo sus ojos se marchitan,
ver su rostro caído, como un demonio hastiado;
si pudieras oír con cada sacudida
cómo sale la sangre de su pulmón enfermo,
obscena como el cáncer, amarga como el vómito
de incurables heridas en lenguas inocentes,
amigo, no dirías entusiasta
a los muchachos sedientos de una ansiosa gloria
esa vieja mentira:
«Dulce et decorum est pro patria mori.»
(Dulce et decorum est, de Wilfred Owen)
